Veo sombras.
Cuando ando por los oscuros pasadizos de mi “auto entendimiento”, suelo poseer en cada mano una antorcha: una que ilumina y otra que sopla. En mi primera carta hacia ti, te escribía con la mano que eliminaba mi oscuridad. Esta carta se escribe con la otra.
Preferiría no saber escribir con las dos manos, solo con una, la que fuera, por lo menos sabría de que voy y no andaría con estos altibajos que me hacen vomitar en la montaña rusa que eres, pero tu hoy te has empeñado en esto.
Hoy me diste la de cal y la de arena. Nunca entendí esta frase. Se supone que la cal es la parte buena y la arena es la mala, la barata. Sin embargo la cal podría llegar a ser un símbolo de la muerte. Se echa cal encima de los cadáveres para que no decidan anunciar que están muertos por medio de ese olor nauseabundo al que huelo. No me gastes la broma, no me invites a ducharme, lo hago a diario pero el agua no cala bajo mi piel, por lo que la parte sucia, de donde procede el olor, sigue estando sucia y huele mal.
Hoy hemos hablado mucho y lo agradezco al cielo o al karma o a quien corresponda, pero no es justo que entre medias aparezca una frase del tipo “lo siento pero esta el aforo lleno”. No es justo. Te aseguro que no recuerdo nada de lo demás de lo que hemos hablado, solo me resuena esa frase una y otra vez. Para colmo, como la he leído, aparece en mi retina continuamente. No vale cerrar los ojos, seguro que se va a mi cerebro y sueño con ello.
En fin. Yo te prometí mil cartas, así que no sería justo que abandonara a la segunda, aunque ganas no me faltan, pero seguro que la amiga Mañana habla con la amiga Noche y desbancarán a la mala malísima Madrugada que me atormenta y me hace ver todo negro, muy negro desde que mi mano derecha agarra una antorcha medio apagada.
Y lo peor son las sombras.
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